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A propósito de la poesía de Gabriel Di Leone

 RESIGNIFICAR LA MARAVILLA

Luis Pereira Severo



Quizás la primera característica que destacaría en la poesía de Gabriel Di Leone es una infrecuente capacidad de navegar entre la atención a la tradición literaria - a las formas canónicas y prestigiadas -, y al mismo tiempo transitar el verso libre, la ironía, la parodia, el humor, el desenfado, todos elementos que no acaban de ser bienvenidos para cierta noción profiláctica de la literatura.

Gabriel es, en términos de periodización literaria - un abordaje tan caro a las letras nacionales -, un poeta tardío. Nacido en 1951 su primer libro es 27 de Moebius y la Capitana, en 1994, cuando ya otros de su generación estaban en la cancha.

Es que el análisis generacional no tiene en cuenta otras variables: territorio y formación para el caso. El de Gabriel es primero el territorio de Minas, luego el del Penal de Libertad, donde estuvo recluido por la dictadura militar entre 1976 y 1982, y luego Playa Hermosa y Maldonado, que terminaron de formar al escritor y todas las herramientas del oficio. Nacido en Puntas de Pan de Azúcar, en el límite entre los departamentos de Lavalleja y Maldonado, el poeta es una construcción que escapa a los paradigmas: formado por las aulas liceales de una ciudad de provincia, la Minas de la década del sesenta, y al mismo tiempo en las asambleas estudiantiles y obreras, en épocas distantes respecto a las actuales, de gran ebullición política y cultural.

No es ocioso decirlo: en el Uruguay de antes de 1973 las personas tenían en los sindicatos, en los partidos obreros y en los gremios estudiantiles, espacios de aprendizaje, además de hermanamientos y compañerismos varios. Eran además aquellas escuelas públicas, aquellos liceos, ámbitos de debate democrático, de preguntas, de reflexión, de lecturas interpeladoras.



Me crié a un quilómetro de una mina de cobre. Tengo parientes mineros. De las minas ya no queda prácticamente vestigio sino la propia mina. Ya nadie recuerda que es un minero”, ha dicho el autor.1 De este Uruguay hay rastros en la narrativa de Mario Delgado Aparaín, en su saga de Mosquitos; en las novelas de otros dos minuanos, Milton Fornaro o Amílcar Leis (en este caso en un libro lamentablemente olvidado, Las ventanas del silencio), solo para hacer referencia al paisaje más próximo al del autor.
El autor, formado fuera de los espacios tradicionales de formación de un escritor en Uruguay es en cierto modo un precursor. No es producto del IPA o de Humanidades o de los boliches montevideanos, y sus oficios no han sido solo los del intelecto: ha sido, además de profesor, albañil y empleado de barraca.
El Penal de Libertad primero, y la llegada a Maldonado y su pasaje por el taller de Helena Corbellini después, terminaron de madurar al escritor solvente en el manejo del oficio. Sus primeros textos de hecho fueron publicados en Asterisco, una fugaz pero significativa publicación de Maldonado generada precisamente en ese taller (1988).

Su primer libro, 27 de Moebius y la Capitana, en 1994, ya no era el clásico primer libro de un autor en busca de un universo literario. Por el contrario todos los elementos que luego ha desarrollado el poeta ya estaban allí.

Gabriel reconoce entre sus lecturas “los clásicos, el realismo francés del siglo XIX (…). Toda la literatura francesa (…), los poetas españoles - sobre todo los vinculados a la generación del 98 -, los que vivieron la experiencia de la guerra civil española.” Menciona a León Felipe, Machado, Alberti, Alexaindre, Juan Ramón Giménez y “el Lorca de Poeta en Nueva York...”2

Esas lectura, transformadas en la atención a la tradición literaria, son visibles en la poesía de Di Leone, que no renuncia al mismo tiempo a la voluntad comunicante. Su obra toma distancia de toda opacidad o elogio a la dificultad y construye un canal de proximidad con el lector.

Más allá de las tradiciones hegemónicas hay otras escrituras que se vienen abriendo paso. Ciertas osadías: la inclusión del paisaje en bruto, sin afeites, eludiendo el exceso de juegos verbales endogámicos, aliviada la mochila de decálogos y catecismos. Las referencias culturales son adoptadas en la mesa del bar del centro, asistemáticamente. El desenfado asiste acompañado del conocimiento y de la atenta lectura del pasado literario. Su literatura no elude la contaminación proveniente de otras plataformas. Más que proporcionar una fotografía, la escritura de Di Leone va en busca de la complicidad del lector.

Estamos ante un autor poco dedicado a eso que se llama “carrera literaria”. No confía en los oropeles de la lírica. A quienes lo conocemos nos consta su peculiar manera de relacionarse con su obra, de dejarla respirar. Desaprensión hacia la literatura como pasarela, que se expresa incluso en el modo en que el poeta organiza sus escritos (alguno de sus amigos saben de eso), y al mismo tiempo cuidado de artesano en la escritura concebida como laborioso material de orfebrería.

Las fechas de publicación son una demostración de esto que decimos: luego de sus primeros libros, en 1994 y 1997 - lo que presentaba un escritor tardío para los estándares uruguayos -, tarda veinte años para dar a conocer esta nueva reunión de poemas, La edad de la indecencia.
Poética distante de los protocolos y con permiso para el humor, lejos del acartonamiento: el autor se permite tratar incluso temas “serios”, asuntos de entidad ciudadana superlativa, sin caer en los automatismos esperables. Ya de entrada el
Che Guevara comparte el espacio del poema con Darwin, un muy norteamericano Clark Kent y unos robots en el planeta Marte. Poesía de épicas y héroes poco significativos, porque “Uno siempre está solo y el heroísmo / es una cuenta / que otros sacan.” “Casi no puedo decirte/ que ojalá hayas caído/ enfocando el mejor pubis / entre los médanos / de Chihuahua”.

Esta poesía alterna entre escenarios urbanos y del campo. Un personaje puede ser un pornógrafo querible. Los ecos de Juan L. y de Juan Cunha se entreveran acá con milongas casi universales, más los poetas próximos, los de la cofradía, los señalados como culpables.

La poesía de Di Leone adquiere por momentos una textura dramatúrgica: múltiples voces y personajes conviven en el espacio del texto y le otorgan vitalidad: “:aire de estampidos,/ exclamaciones, humo;/ desde la loma yo miraba / (no te acerques hasta el final, dijo mi padre)”. La ciudad a un tiempo se canta y se sufre: de vuelta de los tambores batientes y de los himnos de victoria, “Maldonado mata / y olvida”.

Poeta que toma riesgos, el poema Cierta narrativa panfletaria elige como tema la circunstancia, lo quizás efímero. Aporta una mirada nada complaciente, que interpela e incomoda, distante de los relatos de épica, respecto a las circunstancias históricas, aún a aquellas de las que fue protagonista: “uno siempre está solo y el heroísmo/ es una cuenta/ que otros sacan”, escribe, contundente. “desconfiemos un poco de los/ guías y absolutamente/ de los jueces”.

Fiel a los suyos, la mochila liviana a la que antes aludíamos no supone mirar para el costado o el gesto de cobardía: el libro cierra con la memoria de Horacio Gelós Bonilla, trabajador de la construcción y militante obrero desaparecido por el régimen cívico - militar.

Comentario aparte merece la sección Poemas gubernamentales. El poeta es cronista de su propia experiencia de gobierno, un sitio de enunciación muy pocas veces asumido por la poesía, pero a la vez lo hace con una dosis de humor y de distancia que sería recomendable para todos quienes hayan compartido experiencias semejantes.

Alguna vez escribimos que la poesía de Gabriel contribuye a fundar un paisaje literario. Toda la poesía es fundante. Pero la poética de Di Leone muy especialmente porque esa desterritorialización respecto a los centros habituales de la producción cultural del país hacen que obtengan existencia en su literatura voces y circunstancias no siempre invitadas al festín.
Corresponde citar nuevamente al gran José Emilio Pacheco, que ha propósito de uno de los terremotos que asoló su patria mejicana dijo alguna vez:
"Ningún sitio más privilegiado para la contemplación de la ruina”, las "ruinas palpables del último terremoto y la estafa”.

El paisaje de Di Leone es eso: una recorrida en bus turístico por el Punta del Este de la fama rápida, de lo efímero, pero sostenido por la vida y muerte de seres humanos ordinarios, aun vulgares, que en sus vidas y amores proletarios sostienen el espectáculo. O en palabras de un viejo amigo que supo poblar estas arenas: lo que Raúl Forlán Lamarque llamaba la “carnavalización” mediática, donde las cadenas televisivas nos cuentan como es de verdad el mundo y sus guerras de baja intensidad, donde igual valen los Rolling Stones o Ricardo Arjona.

El poeta es precisamente cronista de esa ruina, establece como residencia el instante del derrumbe. Lo que no es tan simple como veremos. Nadie puede ser cronista en términos literarios si de alguna manera no se atraganta con el objeto de crónica, si no establece una relación emocional, que oscile entre el desprecio y la gloria. Si el tema de la poesía sigue siendo la maravilla la operación de Di Leone es ir en busca de ella en los sitios menos privilegiados: la resignificación como estrategia para tornar habitable el paisaje, para hacerlo respirable.


(Prólogo a La Edad de la Indecencia, civiles iletrados, 2018)


1 Estediario, 19/07/94

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