Marisa Silva Schultze
Quiero contarles algo antes de empezar a
hablar del libro de Claudia Magliano El
corazón de las ciruelas.
Para mí ha sido muy gratificante que Claudia
me propusiera presentar su libro. Presentar un libro es estar en el momento
mismo en que sale hacia los otros aquello que fue escrito en los momentos de
mayor intimidad. Presentar un libro es ser testigo de ese momento tan
contradictorio. Los escritores queremos y deseamos este momento en que empieza
la intemperie, este instante en que las palabras empiezan a rodar entre los
otros y, al mismo tiempo, tememos esta intemperie, nos provoca cierto abismo
que nuestras entrañables palabras anden por el mundo sin nosotras. Es un
momento muy especial y me gusta ser testigo de esto.
Me sucedió que al sumergirme en El corazón de las ciruelas se suscitaron
en mí un conjunto de pensamientos que quiero contarles antes de hablarles
algunas cosas sobre el libro. Me preguntaba qué significa leer un libro de
poesía en estos tiempos, en esta segunda década del siglo XXI. Pensaba: leer un
libro de poesía es un gesto trasgresor, subversivo. Es que un libro de poesía
no entretiene, leyéndolo no se puede consumir anécdotas; un libro de poesía no
se acomoda a la lógica binaria de me gusta o no me gusta, no hay, tampoco, enigma que una pueda perseguir página a
página. En un libro de poesía no hay evento, esta palabra mágica que resume
tantas cosas del presente. Leer un libro de poesía requiere de un silencio casi
imposible, de una atmósfera y una intimidad que, en esta sociedad, se construye solo a contramano. Leer un libro
de poesía requiere, me parece a mí, de varias lecturas y transitar por algo dos
o tres veces es lo opuesto al modo nómade y “picoteador” con que, en general,
construimos nuestra vida cotidiana.
Leer un libro de poesía, pensaba mientras leía
una y otra vez el Corazón de las ciruelas, requiere de una muy revolucionaria
lentitud. Y no es una lentitud para entender racionalmente todo lo que escribe
el poeta. Es una lentitud para disfrutar, para dejarse sorprender por la
maravilla de una manera de decir, de un modo de unir dos cosas que nunca vimos
unidas. Es una lentitud para dejarse arrastrar por la imaginación poética, para
dejarse envolver en una atmósfera, para dejarse sumergir en los ecos que esas palabras nos provocan a
cada uno.
Leer
un libro de poesía es, por todo esto, un gesto íntimo, un modo de estar con una
misma.
También me preguntaba si un libro de poesía
es un libro de ficción. Cuando leemos una novela los lectores estamos
preparando a ingresar en un mundo inventado. Sin embargo, creo que hay ciertos
malentendidos con los libros de poesía. Los poetas no son los seres humanos más
extrovertidos del mundo: un libro de poesía no es un diario íntimo con forma de
versos. Un libro de poesía es- y perdoneseme
la obviedad- literatura.
Los poetas parten de sus vivencias y las
trabajan como si las vivencias fueran materias prima que pueden
transformar. Por eso los| poemas no son
la narración de la vida de los poetas. La poesía no es mera autobiografía. Es algo muy difícil de
construir y que no sé nombrar con otra palabra que ficción, literatura,
creación.
Por todo esto los convoco a leer este libro
de poesía que hoy presentamos. Los convoco a trasgredir y cuando lo lean verán
qué imaginación poética hay en él, qué capacidad para crear que tiene Claudia
con las palabras.
El primer verso de este libro de poesía es
como la puerta de una casa: “Nos fuimos quitando la luz de los ojos”
Una puerta para entrar a una cierta
oscuridad en la que algo se ha perdido. Nos
fuimos quitando la luz de los ojos. Y yo, como lectora, imagino una luz que
encandila, una luz que enceguece, una luz que no permite ver todo lo que
estamos a punto de ver al comenzar a leer El
corazón de las ciruelas. Es que para ver ciertas cosas se necesita un tono tenue de sombra, una pausa
de la luz, una tregua de tanta transparencia plana.
“Abrir los ojos- escribe Claudia- es
un trabajo que lleva tiempo. Ver, lleva más tiempo
todavía.” Este es un libro, me parece a mí, que fue escrito con los ojos
abiertos.
Ese primer verso, como una puerta generosa,
nos abre hacia algo, nos sumerge en una atmósfera. Una atmósfera que nos
envuelve poema a poema, verso a verso. Construir y sostener una atmósfera en un
libro de poesía es uno de los desafíos más difíciles para una escritora y es
una de las razones que permite, precisamente, considerar que un libro de poesía
es un libro y no una suma de poesías.
Un verso como una puerta para entrar en un
universo. Porque en este libro hay una construcción de un universo.
Me parece que hay poetas que construyen en
cada libro un universo. No todos los poetas son así. Algunos inventan un mundo y cada libro
constituye un nuevo mapa de ese mundo.
Creo que Claudia es de la que construyen en
cada libro un mundo. En su primer libro, en Nada,
hay una voz lírica que da cuenta de sí misma, como si en ese proceso uno de los
primeros pasos fuera nombrarse. En su segundo libro, en Res, la escritora diseña palabra a palabra una poderosa
arquitectura para nombrar un paisaje que está afuera de ella misma. Escribe
porque ha mirado.
En El
corazón de las ciruelas la poeta inventa un mundo en el que sucede la vida.
Por eso hay otros. Un mundo poblado, un mundo sin soledades que es habitado por una enigmática y misteriosa primera
persona del plural. ¿Quiénes son ellas? ¿Quiénes se esforzaban por no caer de
los rieles? ¿Con quién compartió la poeta su deseo de escalar una montaña? Las
poesías del Corazón de las ciruelas
nos convocan a entender que lo que importa realmente no es entender, nada hay
que nos permita descifrar este misterio y entonces, como lectores, lo aceptamos.
Y vamos con ese consistente plural de
las iglesias al cine, del pan a los espejos, de los libros a las montañas, de
los pájaros en las manos a los cuentos de la hora de la siesta.
Un mundo poblado en el que el yo solo se
convierte en yo en la medida que puede ser nosotras y, desde ese plural, se
puede encarar el riesgo y la maravilla de ser en el mundo.
En El
corazón de las ciruelas la poeta inventa un mundo en el que sucede la vida.
Por eso hay otros. Un mundo sin soledad: poemas que se escriben para dialogar
con un tú o con muchos tú. Una segunda persona del singular que es convocada,
recordada, interpelada y perdida. Porque
la materia prima de este universo es la pérdida. “No queda nada de aquello que fue tu casa. De aquello que fuimos queda el revés del olvido”. O quizás
no, quizás la materia prima no sea la pérdida sino la posibilidad de la
memoria. “Recordar es mejor que haber
vivido.” “El recuerdo es mejor que la vida mientras se vive uno no se da cuenta”
“Esto es lo que pusimos en la memoria. Lo
que va quedando del olvido”
Sucede la vida. Y allí donde había pan en el
armario ahora hay restos de madera. Sucede la vida y por eso la muerte. “Toda tu muerte fue un escándalo al borde de
la luz” Sucede la muerte y por eso, en este mundo de El corazón de las ciruelas, aparece con tanta fuerza lo religioso,
el misterio erótico de lo religioso: las
misas, el casamiento por iglesia, la ofrenda de la gallina, los
milagros, la parroquia, la música religiosa. Un mundo poblado: objetos,
animales, seres cercanos y también poblado por dios “tener cinco o seis o siete años
y pensar en dios como en un animal embalsamado” “ ah, yo quería escuchar la
música (…) como si dios pudiera de pronto moverse y posar su mano sobre mis piernas” ” el corazón de los hombres es una pesada
carga para los dioses” Y se va
construyendo, entonces, un espacio donde el yo pequeño intuye el misterio, lo
sagrado, el poder, el miedo a ese poder y su deseo. Hay una intuición de que
hay algo allí vinculado a lo más íntimo. Por momentos, terrible. Por momentos,
casi místico.
Un
mundo de sonoridades: el canto de los pájaros a la hora de la siesta, el
sonido del agua o del río, la madera que se quiebra, la música sagrada. Sonoridades que no son el fondo
sonoro de un paisaje sino el paisaje mismo de cierta espiritualidad: “Solo la música puede imitar la propiedad del
agua/ eso es, meterse entre todas las cosas”
Un mundo en el que una niña juega. Los
juegos infantiles como anticipo de la creación, como poesías hechas sin saberlo
y sin papel a la hora de la siesta, esa hora en la que “no había secretos”. “Una tarde jugábamos a ver el mar. Otra hacíamos de cuenta que éramos
repartidores de leche.” O todo
ese maravilloso poema que termina diciendo “Cuando
acabe la siesta ya estaremos mar adentro
rumbo al sur en una barca de madera” (página 67)
Un mundo en el que hubo una niña y hubo una
madre y hubo un padre y, especialmente, hubo un alguien que prometió una casa,
leer juntas todos los libros y vivir adentro de la nieve. Un tú que seguramente
son muchos tú. No lo sabemos ni lo tenemos por qué saber. Una otra con quien se dialoga. Un libro de
poesía, también, para conversar con los muertos. Tal vez el lenguaje poético
sea el único capaz de construir un puente de palabras con ese ser cercano que
estuvo y no está. Pero, también, se busca con ese lenguaje poético encontrarse con aquella niña que antes de
escribir poesía soñaba con “una montaña
altísima, con una casa levemente inclinada
en la ladera”. Siento que este libro es como “una casa en la cima”. Escribe
Claudia: “en las montañas está la
salvación” “En la montaña siempre hay un lugar donde esconderse”
Si aquel primer verso fue una puerta para
entrar a este universo yo elijo otro-verso- puerta para terminar mi lectura, un
verso que siento que sintetiza el sentido de haber escrito este libro: “Ahora no hay silencio/ ni huellas del
silencio siquiera. Hay gritos como aullidos de animales en celo.”
Y quiero terminar leyendo un poema, un poema
sobre la creación, sobre el arte.
Todavía no habíamos aprendido a escribir
y las baldosas de la cocina eran un lienzo
donde la tiza resbalaba suavemente haciendo líneas y círculos que no
significaban nada.
Todavía nada estaba dicho. Ni siquiera la palabra bosque o la palabra
madre o la palabra nieve que era fría al contacto con los ojos.
Las baldosas eran un lienzo perfecto, una llanura extendida bajo la palma
de mi mano.
Yo era un poco dios
por haberlo inventado todo
pero no habíamos aprendido a escribir.
Ninguna letra ningún número
nada que remitiera a otras cosas menos delicadas que esas líneas blancas
sobre el lienzo gris de la cocina.
A veces el humo traía señales:
marcas de agua sobre las ollas
el sonido de la carne
el crujido del pan quebrándose.
La gracia estaba en esperar que alguien entrara pisando las líneas y
borrara para siempre esas palabras.
Ahora sí algo ha sido dicho, ahora sí se ha
aprendido a escribir y ya nadie podrá borrar estas palabras que están en el
libro, ahora estas palabras se podrán recrear, cada uno de nosotros podrá leer
en ellas lo que quiera, pero ya no se pueden borrar. Eso es un libro de
poesía y esto es lo que hoy celebramos.
(Palabras de Marisa Silva Schultze el día de la presentación de El
corazón de las ciruelas, sábado
18 de noviembre de 2017, Librería
Moebius, Montevideo)
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