La voluntad de cantar y comunicar siempre estuvo presente en la poesía de Elder Silva, pero hoy es explícita desde el vamos: es comenzar el libro con una cita textual de Aníbal Sampayo, y atravesarlo con referencias encriptadas de Zitarrosa, Fernando Cabrera y Eduardo Darnauchans, que puntean, van jalonando cada ida y vuelta de Elder Silva a la frontera. Ida y vuelta simultáneo, porque en Elder , la frontera es un lugar de origen: no necesita moverse de Montevideo para escribir:
“La luna ya salió por el lado de las anacahuitas
En la frontera aparecen palabras como Arapey, Itacumbú, sabiá, espinillar, cambará, tarumanes, anacahuita, melgas, camellones, tajamares, espineros, ventoleras, chilcales, pandorgas. Palabras que difícilmente encuentren alojamiento en la lengua urbana, dominada por la chatura impersonal que imponen los códigos globales de la simulación. Música que Elder recupera desde un lugar en el que, como dice John Berger, no hay lugar para la representación de ningún “personaje”, ya que no hay distancia casi entre lo que se desconoce de una persona y lo que todo el mundo sabe de ella.
“Ropa extendida en el atardecer de marzo.
¿Qué hay después de una estampida de garzas
“Los jejenes esperan suspendidos sobre el agua.
El aire surge turbio en la copia en blanco y negro.”
Es el “paisaje Elder”, como suele llamarlo su compadre y editor y también poeta Luis Pereira: la siesta rural del primer aprendizaje, presente en todos sus libros, aunque aquí es, simplemente, “la frontera”. Otras señales de tránsito aparecen en la mención de algunas compañías literarias. Macedonio -la frontera de la lengua- y Edgar Lee Masters, frontera entre vivos y muertos. Spoon river se trastorna, cambia de nombre: ahora es Pueblo Lavalleja.
Allí, en la pantalla de la memoria, es donde la poética de la experiencia que propone Elder se vuelve más real, y el artificio urbano se torna innecesario.
“La luna ya salió por el lado de las anacahuitas
y ahora gasta sus hálitos de luz
en el lomo de los pedregales del camino.
En la frontera aparecen palabras como Arapey, Itacumbú, sabiá, espinillar, cambará, tarumanes, anacahuita, melgas, camellones, tajamares, espineros, ventoleras, chilcales, pandorgas. Palabras que difícilmente encuentren alojamiento en la lengua urbana, dominada por la chatura impersonal que imponen los códigos globales de la simulación. Música que Elder recupera desde un lugar en el que, como dice John Berger, no hay lugar para la representación de ningún “personaje”, ya que no hay distancia casi entre lo que se desconoce de una persona y lo que todo el mundo sabe de ella.
“Ropa extendida en el atardecer de marzo.
y por las calles amarillas del pueblo,
nubes de panaderos volando en remolinos.
Los niños de la frontera nos entretenemos
en atraparlos.”
El personaje urbano que Elder encarna en otros poemas, pícaro y algo canchero, pierde su ropaje: aquí no hay que esconderse. Sólo hay que dejarse invadir por la propia voz, y que ésta diga lo que tiene que decir, y cante lo que espera ser cantado.
¿Qué hay después de una estampida de garzas
en un bañado,
aquí a orillas del Cuaró?
¿Es que puede suceder milagro alguno
después de esa caída silenciosa
por el azul inmenso del cielo de aquí de
la frontera?
Horacio Fiebelkorn
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